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jueves, 24 de noviembre de 2011

CASINO ROYALE

La sala de juego acumulaba más grasa y dejadez que la cocina de un restaurante embargado, fósil de una plenitud caduca.

El jukebox ardía con los éxitos del setenta y dos, más que nada porque desde entonces el gasto en música fue cero.

El bar del casino tiraba de estock, puliéndose las cajas de Ricard y de Vat 69 que, como un ejército dormido, hacían guardia silente en el almacén; polvorín de polvo y grados.

El color del chaleco del croupier apenas se podía adivinar, tanto como su nómina prácticamente inexistente, pero seguía en su puesto. No tenía nada mejor que hacer. Era un romántico melómano.

Del montón de chicas, contratadas por la empresa como gancho, exuberantes y glamurosas de entonces, quedaban cuatro putas y dos madames.

El servicio de señoras, del mejor pavimento marmóreo, servía para ensayar con los dados trucados. Se quedaban tiesos y pegados; uno enseñaba el seis y el otro el uno; siempre. Menos cuando rodaban de veras por la mesa de juego. Y los clientes, más pálidos que un downlight lleno de insectos, hacían muecas al perder cuando tiraban los dados con la muñeca desganada.


Tengo la muñeca abierta, el bolsillo vacío, la piel blanquecina y palomas picoteando el hígado, pero visto lo visto, prefiero refugiarme en el Casino Royale. Soy un romántico melómano.

¡Hagan juego!, mientras los Rolling nos engrasan las orejas.

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