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jueves, 11 de octubre de 2012

BALAS PERDIDAS PARA CARNE DE CAÑÓN



El funeral duró seis años y un día. Tiempo suficiente para dejar al difunto en los huesos. Cuando salió tuvo que aprender a respirar, a elegir el menú diario, a mirar al horizonte, a caminar sin rotondas. Cada mañana necesitaba más que una ducha y un café para volver a ejercitar los músculos atrofiados de una voluntad somnolienta, deshecha, vencida. Un mundo extraño y hostil más que antes si cabe, obstruía su raciocinio. Se encorvaba al sentir el peso de las nubes. Con el alivio que le había proporcionado creer que más allá del techo habían unos cómplices de algodón. Tenía lo que tanto anheló y en cambio añoraba no tenerlo. Se reconocía vivo al pensar en aquellas cartas que escribía a diario; en el sufrimiento por aquel amor interrumpido cuando más necesitaba extenderse; en el regocijo de la desesperación; en la falta de expectativas; en la seguridad de un orden exacto. Le espantaba el bullicio de cualquier calle concurrida y le tranquilizaba pensar en la cantinela inanimada y redundante del funcionario en el recuento. El luto se instaló como un inquilino con renta antigua imposible de desahuciar. ¿Dónde se alojó la bala perdida en su carne de cañón? ¿Quién abrió sus cartas antes de recibirlas? ¿Quién recuperó sus dividendos tras la estafa? El sueño le abandonó al cumplirse. La celda lo capturaba. Y al salir del presidio reventó aburrido y ensangrentado, como lo hacen las pompas de jabón al tocar el suelo.
El funeral no duró lo que dictó un juez. Duró toda una vida.  
La carne de cañón es para las balas perdidas.

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