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jueves, 6 de junio de 2013

ESCONDIÉNDOSE



Ante un mundo extraño y feroz prefería poner a buen recaudo sueños y recuerdos. Se escondía por entre los pliegues de su piel debido a su timidez acumulada. Su propio nombre debía de andar perdido por entre su rugosa dermis como una suposición en un axioma. A punto de agotarse el futuro, su pasado pendía de un hilo. Para todos tenía una sonrisa que ofrecer en perfecto equilibrio entre la demencia y la bondad. Fotografías no detienen temporadas. 
Tenía sus ahorros depositados en una caja de música con la melodía a un alto interés. Tenía el candado sin llave, la estufa sin gas y la luz sin sombra. 
Todos le llamaban por otro nombre, menos por el suyo. Lo había escondido a conciencia por entre los pliegues de su pellejo, huérfano ya de carne. El juego del escondite lo empezó en la cuna. Y a la muerte le costaba acabarlo al buscarla por un nombre que no era el suyo. La vejez nunca ha sido el mejor escondite, ni el olvido la mejor copia de seguridad. 
Jamás se reconoció en fotos de primer plano. De hecho, la imagen de su carnet de identidad era un escenario sin figura, un helado mucho tiempo atrás derretido, una nota donde ponía con caligráfico temblor: Vuelvo en setenta años. 
Murió escondida en el anonimato. De hecho, su esquela fue publicada en el Boletín Oficial del Estado entre incomprensibles leyes, tan mundanas como feroces. Quedó en soledad, en paz y a salvo, con un nombre que nunca fue el suyo.

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