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viernes, 26 de enero de 2018

ÁNGEL EXTERMINADOR


No es fácil ser un ángel exterminador. El oficio es arduo, ingrato, penoso a más no poder. Las condenas se ejecutan con el pulso firme pero con aflicción, como quien obedece órdenes sin cuestionar si son totalmente justas pero con incertidumbre al quemarse el más mínimo atisbo del yo. Las misiones se cumplen, con firmeza todas. El rastro de destrucción es tan completo que en las cunetas se acumulan abruptos finales con hedor a borrón y cuenta nueva. En el fondo, ser un exterminador es ser un bombero pirómano, es apagar incendios humanos con llamas divinas, es destruir lo destruido, aniquilar lo aniquilado, fundir despiadadamente lo inútil, matar lo falto de vida. Los ángeles visten de blanco y enseguida se tiñen de rojo. Llegan con la luz para extender la oscuridad. Es el precio que hay que pagar por la deuda. No es fácil ser un ángel vengador, sobre todo si sientes una pizca de piedad. Formar parte de un ejército es lo que tiene. Si suenan las trompetas hay que infligir dolor, muerte y llanto. En la segunda horda de ángeles blancos ha habido uno que se ha rebelado. Ha creído oportuno dejarse de llamas, volver sobre sus pasos alados y decir a su superior que destruir no entraba en sus planes. Y quizá en los de sus compañeros tampoco. Que no se lo tomara como un discurso misionero, solo como un consejo amistoso. Entonces una luz cegadora lo expulsa del paraíso, socarrando su blanca vestidura a medida que cae. Sabe que ha sido desterrado al tocar tierra. Se ha convertido en el ángel negro. Y sinceramente, se ha sentido aliviado, perversamente mejor.

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