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jueves, 11 de enero de 2018

CADA PAÍS ES COMO UNA FAMILIA


A lo que pertenecemos se precisa distinguir lo que nos pertenece. Coger y dejar sin miedo. Amar y odiar valientemente derramando generosidad con lo primero y tacañear dulcemente con lo segundo. La losa es pesada y urgente, devastadora como el rechazo, hiriente como la traición. Somos lo que somos por lo que nos conforma, por lo que decidimos pelear, por lo que nos vence, por lo que nos sacrificamos o por lo que nos rendimos. Hay que propagar la duda y encerrar la certeza en el más profundo olvido. Hay que cuestionarse cada idea, cada desliz, cada acto, cada empuje que no reconozcamos como propio. La familia es solo un punto de partida, un accidente sin previo aviso, una flecha lanzada sin blanco al que acertar. Y se puede corregir la dirección. No es fácil. No, no lo es. De inútiles esfuerzos está lleno el fracaso. La tarea es ingente, inhumana. Es un misterio como se puede amar un país al que odias, encariñarse con la familia de la que quieres huir. Es cuestión de deseo. O de fe. Hay cosas que no es cuestión de comprender. En la esquina más inmunda del mundo siempre hay alguien que perfuma con su inocencia tamaño vertedero, que ama al país que lo desprecia, que suspira por la familia que le repudió. Se tiene patria y familia, aunque se reduzca a la extensión de la piel y al fluido carmesí que propulsa un corazón amable. Lo milagroso y lo vulgar se entrelaza con pasmosa naturalidad. De hecho, no podemos ser nosotros mismos como país o familia sin los demás, absolutamente todos los demás. Los demás y los de menos.

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