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viernes, 26 de mayo de 2017

PEDIR LA VEZ


No acostumbro a entrar si no hay clientes. Me asusta la soledad en todas sus formas. Supongo que me viene de haber nacido en la habitación de la casa de mi abuela mientras el barrio dormía y no en una planta de hospital lleno de barrigas a punto de explotar. Uno siempre desea lo que no ha tenido. En la escuela, no me fue mejor. No la conocí hasta que cumplí los doce, y desde entonces no acostumbro a entrar en sitios donde no hay nadie. De hecho, me encanta pedir la vez allí donde la multitud se agolpa para lo que sea, y si es un atasco, ni te cuento. Crecí tan al margen del margen que solo quería pertenecer a algún grupo. Hasta el menos interesante me producía interés. Fui a la iglesia contento y a menudo, hasta que dejó de tener clientes. Fui al gimnasio con intensidad hasta que se vació por el vicio. Fui el más vicioso hasta que me vi solo de nuevo, rodeado de exdrogadictos. Siempre por detrás y sin nadie a quien pedir la vez. Luego hicieron familias con hijos. Los clientes que perseguí, ahora se amontonaban a la salida de los colegios, en las oficinas de los bancos a la hora de comer para pedir créditos, en hoteles de todo incluido en fines de semana con lunes en rojo, en oficinas de abogados de mala muerte para conseguir una separación barata, en redes sociales para volver al mercado y en centros de salud esperando tratamientos de quimioterapia, de esos que llenan huecos en los que solo los gusanos piden la vez.