Tener enfrente la última frontera habitada supone dejarse de inútiles flácidos lamentos, olvidarse de hacer retoques en la biografía, dejar de preocuparse por la hacienda y, si no quieres practicar el ridículo, obliga a no aferrarse a lejanos gemidos de supuesto placer. Especialmente necio es abandonar el mapa con cara de sorpresa cuando el barquero estira sus manos hacia ti. Allá, un buen puñado de desaparecidos se ríen con sus bocas etéreas, mostrando dientes que no son más que fantasmagóricas piezas de esmalte negro gastado. Desde allí incrédulos nos miran. Y como cabrones desalmados, se parten el culo, con la fullera ventaja que da haberlo perdido.
La última frontera habitada es lánguida y cruel, terminal y perfecta, prurito de un escozor eterno.
Allí se admite con naturalidad la finitud. Se recibe con indolencia el dolor.
Tener enfrente el punto final en forma de cielo azul extendido nos clava sarcásticamente a la tierra, dejándonos a merced de la confusión, sin voluntad ni suelo.
Allí las llamas envuelven al fuego y la nada al frío.