De camino a la cocina tropieza con su madre, o lo que queda de ella: Tiene los ojos hundidos por la presión del tiempo y la figura vencida por el inminente desplome de unos huesos que anhelan descansar un segundo en la tierra para asaltar el cielo en forma de polvo evaporado. Balbucea algo incomprensible como si desde un mando a distancia le hubieran bajado la voz al tres. Son casi las dos del mediodía y no ve el mantel puesto, una hora que jamás le pilló a ella sin tener vestida la mesa, sin salir nada humeante de los fogones de trigo y bullicio para alimentar ejércitos, sin sentir que algo importante pasará por sencillo y cotidiano que sea. No se desprende del humilde instinto protector ni cuando la furibunda vejez le ha arrancado la piel dejándola expuesta a un final que lo vacía todo. La bondad no es un bien que se gana con el comercio, se le arrebata al odio con la convicción de un kamikaze indolente y burlón. La sabiduría no la da un puñado de triunfos, más bien la da un par de estrepitosos fracasos que solo fructifican en corazones bruñidos, inquebrantables y de indómita generosidad. El hijo, de camino al trabajo piensa que, a falta de hijos, buenas son las madres.
Quien al principio le dio tosca forma, al final, sorprendentemente lo esculpió. Y se alegra de que aun esté justo en el tiempo con él.