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viernes, 5 de agosto de 2011

DE PUEBLO

Comunidades pequeñas pueden ser el mejor antídoto para la soledad, la tristeza o el desarraigo. No lo garantizan, pero estar, está.

Si tu suerte no es del todo torcida sentirás una dulce añoranza al tiempo de haber abandonado aquel trozo de tierra de infancia detenida, de viejas fotos donde tú sales, de haber pertenecido a algún lugar.

En el pueblo queda lo vivido como un álbum familiar que nunca se pierde. Y ya digo que no es así para todos, pero sí para una mayoría razonable. Como cuando aprendes a hacer un pastel, seguramente la mayoría de las veces saldrá bien.

En mi humilde opinión los pueblos sirven si sales de ellos en cuanto sea posible, para que la medicina no se convierta en herida.

Y me refiero a cuando todavía no sabes quién coño eres, cuando la curiosidad es acné en tu cara y la pureza todavía no ha muerto en ti.

Aunque nunca regreses al lugar de partida, ese sitio mítico o real siempre te dará equilibrio y calma, como cuando sabes que tienes el botiquín pletórico de tiritas, vendas y aguas oxigenadas.

Hay que gestionar el orgullo y el odio a tu pueblo con tacto exquisito: el orgullo hacia fuera y el odio pa dentro. Sensatez y espíritu crítico.

Soy de pueblo. Y orgulloso estoy de serlo, ¡rediez!


BUCLES EN EL PELO DE LA VÍA LÁCTEA


Un cometa de hielo repite su senda estelar envuelto en llamas mientras un objeto humano desconocido vuelve a errar cargado de razón.

Y mi arma sufre un colapso por no saber a qué disparar.

Júpiter por mucho que gire nunca se verá el culo. Sus lunas ríen de tanto vérselo.

Cerca de mí, estoy yo. Y río hasta quedar afónico.

El Apocalipsis se ha atascado de tanto repetirse. Los profetas aciertan por cansancio y mi madre acumula legumbres en la despensa por si acaso.

El polvo del espacio interestelar es redundante como la autocompasión.

Mis sueños se han reducido a uno: los bucles de mi pelo despegan cual cohetes para viajar a los confines de la Vía Láctea.

El cielo azul padece un colapso por no saber a quien cubrir.

Las almas circulan en formato digital, simple y ramplón, con escasas pero maravillosas excepciones.

El Universo también se expansiona redundantemente, pero allá en su última frontera utiliza mis bucles de pelo largo para marcarse un solo de guitarra de aire mientras yo espero al cometa destinado a llevar mi calva cabeza al encuentro de sus bucles.

Mientras espero han llegado a decirme que tengo caspa, y yo sentencio: no es caspa, es polvo estelar.


DECIMONÓNICO

Me gusta el orden con pelusa, la puntualidad en un viaje en el tiempo, la grapadora dispuesta a morder con sus dientes de oro sin faltarle ni uno y me gusta no perderme ni el logo inicial cuando veo una película.

Cuando está a punto de desaparecer la tinta de un boli me tranquiliza haber comprado otro con un mes de antelación, por si la fatalidad se cumple a horas intempestivas.

Es agradable escuchar a tu cuerpo y obedecer. El mío es un tirano de delicadas formas, me engatusa sin parecer imperial, sobre todo cuando se trata de ordenarme con exquisita delicadeza que busque mi estado natural: la horizontalidad. Yo, ingenuo, pusilánime y de honestidad dudosa, acepto.

Me gustaría vestir de traje y corbata en todo momento y lugar, sobre todo cuando voy a la biblioteca, a la tienda de ultramarinos o al videoclub, pero mi desgarbada naturaleza ha dejado claro que todo es susceptible de verse con humor menos la elegancia.

Cada mañana voy corriendo con ilusión hacia el espejo del aseo, por si la noche me metamorfoseó en un educado galán, pero termino miccionando como Gregorio Samsa.

Adoro el olor de las páginas de los libros, tanto que puedo distinguir con los ojos cerrados el lugar que ocupan en mis cajas de mudanzas sin desprecintar, un Clarín, un Poe o un Galdós. Me gusta saber que están ahí, a la espera de que en un futuro no muy lejano los lea uno a uno por orden alfabético, o de que la pelusa los entierre a todos mis contemporáneos con el debido respeto y orden.