Comunidades pequeñas pueden ser el mejor antídoto para la soledad, la tristeza o el desarraigo. No lo garantizan, pero estar, está.
Si tu suerte no es del todo torcida sentirás una dulce añoranza al tiempo de haber abandonado aquel trozo de tierra de infancia detenida, de viejas fotos donde tú sales, de haber pertenecido a algún lugar.
En el pueblo queda lo vivido como un álbum familiar que nunca se pierde. Y ya digo que no es así para todos, pero sí para una mayoría razonable. Como cuando aprendes a hacer un pastel, seguramente la mayoría de las veces saldrá bien.
En mi humilde opinión los pueblos sirven si sales de ellos en cuanto sea posible, para que la medicina no se convierta en herida.
Y me refiero a cuando todavía no sabes quién coño eres, cuando la curiosidad es acné en tu cara y la pureza todavía no ha muerto en ti.
Aunque nunca regreses al lugar de partida, ese sitio mítico o real siempre te dará equilibrio y calma, como cuando sabes que tienes el botiquín pletórico de tiritas, vendas y aguas oxigenadas.
Hay que gestionar el orgullo y el odio a tu pueblo con tacto exquisito: el orgullo hacia fuera y el odio pa dentro. Sensatez y espíritu crítico.
Soy de pueblo. Y orgulloso estoy de serlo, ¡rediez!