Las manos atadas bajo un fuerte aguacero. Los dos revoloteándonos sin poder tocarnos, sin atisbar la tormenta, sin sentir el frío de las cadenas. Algo nos une al menos.
Dijiste que somos intercambiables, que somos piezas de un frágil puzzle de húmedos contornos bajo la necesidad. Algo nos une, contesté.
Los ojos obligados a mirarnos. Los tuyos, oblicuos y recelosos como hechos de un zarpazo. Los míos, saltones y confiados como los de un sapo capaz de creerse la fábula.
Hubo tiempo para el desánimo, la carencia, la congelación y el deterioro. Quizá no supe hacerle frente, espantado y desorientado como estaba. Quizá ese trabajo me esté eternamente vedado.
Algo nos ha unido, pensaba.
Llegó el maldito invierno para dejar la piel expuesta y erizada. Dijiste que los suburbios no son cálidos, que la voluntad tiene extrañas aristas, que el frío no desata pasiones.
Y yo dije que echáramos las astillas, todas, a una hoguera.
Algo nos une: las brasas.
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