La necesidad de cambiarte es igual a la capacidad de mejora que yo tengo. O debería ser así. Por tanto hablamos de cero.
Si odio o deseo, simplemente se debe quedar en casa.
La denostada palabra respeto no está de moda. Llamadme anticuado, incauto, papafrita. Soy todo eso y más que me callo por no regodearme en la ruindad.
Bastante tengo con intentar domeñar al ser que habita en mi. Gigante empeño que rara vez consigo.
Al nacer caí en mi, sufriendo un caso irrefutable de geo-estacionamiento equivocado. El responsable de escribir las coordenadas estaba ebrio y en una rave.
A mi no me tocaba ni este cuerpo, ni esta cabeza, ni esta alma atribulada. Lo juro por mis padrinos.
No debería necesitar ayuda, pero la necesito tanto como la necesidad que siento por querer cambiarte. Pero una pizca de lucidez (que no tendría si fuera quien debería ser) me hace agachar la nuca ante tamaña insensatez.
Una y otra vez me enfado con el culpable de mis trastornos. Yo no tendría que ser este que soy. Todo por un quítame allá esas coordenadas en un GPS más desactualizado que un casete de chromo. Y eso que el código binario, cuando yo nací, se escenificaba en el descampao: o te da la piedra en la cabeza o no te da.
¿Con quién andará mi auténtico cuerpo? ¿Habrá dado la vuelta al mundo? ¿Habrá acabado el hoyo veintitrés bajo par? ¿Tendrá hijos ilegítimos? ¿Tendrá en el hall una foto dándole la mano al rey? ¿Habrá subido en globo?