Hay un ogro sediento en su estómago, dunas en sus pulmones y astillas en su corazón horadado. Agota las botellas de colección como quien mal vende su único tesoro. Pisa cascos vacíos convirtiendo su casa en un centro de reciclaje de vidrio.
Sed de grados embotellados, esparcidos, derramados. Nunca había sentido tanta soledad destilada, tanta dipsomanía acumulada. La sed no se calma ni tras el vómito. Decidido sale a cumplir su decisión de hidratarse con más botellas sin importarle la añada, el precio o la etiqueta. Vuelve con los brazos como expositores de bebida: vino, tequila, whisky, cava, licor... Dará buena cuenta de todo sin orden establecido con la pulcritud que le permita su aguante; pero un corazón roto no tiene límite, sólo tiene sed. Decidir saciarla supone buscar con determinación no volver a sentirla. Todavía le queda ausencia y se lo toma con calma. Se desmaya con tranquilidad, sabiendo que al despertar no le entrará el pánico. Para desayunar tiene tres botellas de cava, dos de tequila y una reconfortante sed renovada.
A media tarde su riego sanguíneo impulsa espeso alcohol.
A media noche consigue derrotar al ogro.
Al amanecer las dunas del pulmón son nubes y las astillas son pasta de carbón fundido que rellena totalmente su corazón calado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario