Desde que Lou ya ni me habla, ni me mira, puedo decir que han saltado todas las alarmas. Ha llegado la hora de la acción envuelta en luto, de la liberación enfermiza, del vértigo ante la orfandad, del pánico ante el cronómetro en marcha mordiendo el fin. No sé si es peor la losa de su presencia o la de su ausencia. He llegado a pensar que en la salvación del frágil chico atontado que fui, el rockero de Brooklyn incorporó subrepticiamente la condena. Y ahora que ha muerto, me deja de golpe en mitad de la escena sin tiempo para excusarme por la inacción, sin tiempo para lamentar la pérdida tan suya como mía, sin tiempo para volar totalmente solo.
Podía ocultarme cuando él estaba, podía sonreír cuando tenía tiempo para no hacer nada, de todos modos ¿para qué esforzarme en crear copias del original?
Lou se ha ido como se fue mi juventud, como se va mi tiempo. Volveré a coger la guitarra sin que su cínica mirada de sapo me haga sentir insecto. Volveré a guardarla en cuanto un acorde distorsionado haga en mi herida infección. Lo cierto es que no hay tiempo para la cura. Se está haciendo tarde para todo, menos para volver a escuchar sus canciones, estoy más en ellas que en el espejo y si hay música que termina evaporándose es porque sin duda llegó a hervir.
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