El día no termina al atardecer. La luz de un leed es el eco del sol. La inquietud bromea con mentes cercanas a la sobreexposición. Y un grito corta el silencio dejando tristes trozos de soledad. El peso del horror interior oprime deseos y voluntades. El fantasma es tan real que se siente como el agudo dolor irreal en un propio miembro ausente. La esclavitud va por barrios. Lo de fuera no importa. Lo de dentro se impone como una cadena subjetiva llena de candados sin llaves. Cada monstruo tiene sus miedos y cada miedo, sus monstruos. Desear escapar no siempre ayuda. La incomprensión se extiende fácilmente. En mitad de la locura no hay término medio. A mitad del camino no se puso la llegada. Y en cualquier adiós no siempre hubo un saludo. El atardecer no termina al anochecer. Al llegar a casa, las sombras del agobio son virus que pasan del traje al pijama con extrema facilidad y sin remisión. Por entre los pliegues del sueño se ocultan frías cadenas subjetivas que rodean los cuerpos al despertar.
Y la esclavitud nunca termina al amanecer.
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