En mitad del desierto hay un árbol frondoso que vive como si ya fuera un palo, tan bueno para brasear costillas como para crujirlas. Tiene frutos de húmedo engaño, sobre todo para quien se acerca con el hambre del engreído. El árbol da sombra como laberinto de hielo para quien quiere arrimarse con dudosa intención. Tiene raíces tan hirientes y profundas como el abandono. Es una dirección que indica el final para quien se cree comienzo. Sus ramas son armas para quien quiera columpiarse en ellas. Es la ley del desierto. Es aviso para incautos pedantes.
El árbol es una necesaria justicia poética que golpea realidades, infamia y mediocridad. En sus anillos concéntricos se esconde la savia de un tiempo vengador tan útil como sabio. Los infames leñadores que se proponen tumbar su rectitud se encuentran con un tronco rocoso expulsando lava. Y al salir deshonrados y chamuscados es cuando comprenden que ese arbolito es, únicamente, apto para el suicidio.