Era un compromiso suscrito bajo besos a la intemperie.
Él, henchido de deseo, podía bifurcar su mente en dos ríos llamados testosterona y pragmatismo. Ella, disuelta en placer juvenil, podía escuchar, sentir y asentir sin perder atención.
Por entre palabras escurridas, él pudo decir que su primer sueldo lo gastaría en un hotel mínimamente adecuado para encuadrar tanta pasión. Quizá en Amsterdam.
Por entre chasquidos, ella asintió sin saber cómo responder.
Llegó un contrato de los que ahora ni siquiera se llaman así.
El parque fue testigo de tamaña noticia. Hasta las ramas de los árboles temblaron por la emoción y no por el viento.
Él trabajó como un héroe sin darse cuenta de que lo hacía como un esclavo.
Llegó el día de la paga, el día de poder cumplir lo escrito con labios enamorados.
Llegó lo que tenía que llegar. Lo que siempre llega. El contrato era un contracto en prácticas y como tal, la empresa había puesto más que él. Él no sabía nada antes de empezar, la empresa lo sabía todo y eso tenía un precio: no cobraría nada hasta que su trabajo fuera rentable, pongamos dos años de formación. Pongamos dos años en los que para ella y para él serían una eternidad. Pongamos que ellos, más que perder un fin de semana en un hotel adecuado prometido bajo besos a la intemperie, perdieron la inocencia.
Amsterdam debía esperar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario