Una voraz hambruna dejó un rastro de asombro sobre la más desprevenida copiosidad. Se instaló la extrañeza, la desorientación y el desmayo.
Cuando descubres a un cineasta capaz de llenarte el estómago de agujas, algodones y reflejos donde mirarte, así te quedas.
El encuentro te deja exhausto, asqueado e insólitamente feliz.
Vivir experiencias anómalas en una sala de cine o en el salón de tu casa puede ser más poderoso y estimulante que saltar en paracaídas, correr en pelotas por el mercado de abastos o llegar tarde a tu muerte.
Las películas que ha firmado Paul Thomas Anderson ayudan a plantearnos sin remilgos lo miserables que podemos llegar a ser. Pero como una enorme paradoja conseguir, gracias a ella, mirarnos con humilde compasión.
Deseos, engaños, ponzoña y atisbos de lucidez.
Desmedidas ambiciones, lógicas penumbras, humana condición.
Descubrir el mundo siempre es doloroso.
Quizá por entre la hojarasca, el estiércol y la inmundicia, se esconde la magia.
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