El aguacero me retiene, los cristales sudan sangre transparente, el silencio hace de borrador en la pizarra de mi mente y un chasquido del viejo frigorífico pone un mi menor distorsionado en la partitura de la quietud.
Todo se asocia para que imagine otras posibilidades.
Quizá debería aprender bailes modernos, coger un tren hacia la costa, poner en marcha por primera vez el lavavajillas y cosas así. Convertir palabras dulces en habituales. Tirar ropa vieja con los bolsillos cargados de textos superfluos. Visitar al dentista y sonreír con los labios apretados. Enterrar con mimo recuerdos irritantes. Y después bailar bajo la tormenta como un macarrón en la olla hirviente.
Acabo de aprender un nuevo paso, una nueva forma de moverme por entre hierros retorcidos, por entre los escombros de una demolición profetizada.
Llegué a creer que tras el primer beso solo hay cuesta abajo.
Las nubes se despiden con gritos infantiles patinando en el asfalto de plata. Vuelve la multitud a mi cabeza.
Y un crujido de la nevera pone la coda.