Un ejército cargado de munición salió a la busca del reo. Peinaron la zona concienzudamente, como se hace en una peluquería de lujo.
No sabían cómo se llamaba, cuál era su delito, de qué forma vestía. Pero había que encontrarle, vivo preferiblemente.
La noche apagaba al sol dejando la luz de bajo consumo que es la luna.
El General decidió separar al destacamento en unidades de a tres. La estrategia no dio resultados. Por entre unos matorrales murió una liebre. Y a la hora convenida, volvió a juntarse la milicia con tan exangüe botín. En vez de liebre al ajillo hicieron ajillo a la liebre. Tras el ágape, los únicos huesos que quedaron a la vista fueron los de la tropa. Esperaron al amanecer como si fuera un desayuno.
Una nueva jornada de búsqueda estéril se consumió con idéntico resultado que la anterior.
El General reunió a la desmoralizada milicia para arengarles por última vez antes de que desertaran. Les habló firmemente a pesar de hallarse conmovido por su propia derrota: "Nadie podrá reprochar a un ejército valeroso y sacrificado falta de entrega cuando los objetivos no se alcanzan. Sobre todo si le piden un imposible. Y utópico es buscar a alguien que se ha perdido a sí mismo. No hay escondite mejor".
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