Hay que buscar muy lejos para comprender la estructura de nuestros átomos. Hay que mirar hacia el horizonte para saber dónde coño termina nuestra piel. Tenemos que morir para certificar nuestras vivencias. Hay que retorcer y agotar las preguntas para dejar un legado de seca incomprensión. En el esfuerzo anidan recompensas de fuego y oro. Cualquier hoguera promete cenizas. Cualquier precipicio convierte la senda más rocosa en vapor de agua.
Hay que arriesgarse con desesperación, sin miedo. Malgastar emociones como si se soltara una jauría. Desbrozar las hierbas que aburren. Meter un temblor en el ataúd en vez de un inane cuerpo.
Hay que atreverse a bailar con la rocosa integridad cuando la música de sirenas nos seduce con su cebo de olas para llevarnos mar adentro.
Tras romper el límite queda la cáscara. Después de esforzarse por evitar la vulgaridad queda perdida la máxima apuesta ulterior. Después de firmar en la mesa en vez de en el papel, queda un contrato imborrable de torpeza arañado en nogal.
Después de arriesgarlo todo se confirma la precedente sensación de ¿y esto para qué?
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