Desde su más arqueológica infancia pidió a gritos que lo dejaran en paz. Se apartó, como buenamente supo, de la familia, de la muchedumbre y de todo lo que le identificara con cualquier club. Afianzó su fama de antisocial a golpes de ocultación, mimetizando su presencia en una agria ausencia rebelde. No sabía hacia dónde iba pero, un irrefrenable impulso le ponía en la dirección contraria a la de sus congéneres.
La incomodidad de la contracorriente jamás fue un obstáculo en su actitud, al contrario, era un fiable indicador para su decidida conducta antisocial. No le importó ir derecho a la ruina, malograr impunemente cuerpo y vida, reducir a un instante su diario o hurgar en los reveses, si con ello conseguía sentir el poder de la autosuficiencia.
En ocasiones, el cálido embaucador suspiro de la carne le hizo dudar en su convicción por mantener a salvo de impurezas corazón y albedrío. Tal vez el amor no fue suficiente para detener el volcán de su lúcida conciencia. Tal vez el amor, con su hermosa mentira, llegó tarde para disminuir el rotundo vacío.
Eligió ser antisocial simplemente porque serlo es intuir que la sociedad es un torpe y barato consuelo construido como una unidad paliativa contra la profunda y aplastante soledad humana.
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