Hemos llegado antes de que los no nacidos sean un oscuro acto futuro en cúpulas de amores aleatorios. Antes de que sus gargantas sin formar griten, por pánico o dolor.
Hemos pasado tantas pantallas que nos hemos salido del juego. La rapidez nos empuja al vacío de la llegada. Y el recuerdo es solo lastre, duelo y pérdida. En un rincón apilamos los despojos inconscientemente, voluptuosamente. La suciedad es tan nuestra como de ellos.
Somos luz apagándose con temblor. Las nuevas bocas tienen un hambre descomunal, básico y urgente. Hemos llegado al último compás de un aria triste y caprichosa. Como monstruos de puzzle con las piezas sin encajar deambulamos, malviviendo en una competición incomprensible enferma y fugaz. Los que nos siguen no saben que nos persiguen y que, para alcanzarnos, necesitan algo más que arrogante juventud. Para pasarnos deberían ir directos al olvido de lápidas sin nombre, al suicidio abrupto, al desenlace fatal, al fogoso abandono y, aún así, toda esa temeraria ambición quedaría en un acto tan poético como baldío. La vejez no se gana con el deseo, al contrario, se gana sin él. Se gana cuando al pronunciarlo, hay más aire que fonemas, más hastío que ímpetu, más citas con el urólogo que con el camello.
Alguien fue capaz de poner arrugas en Miami y decir que vestir de viejos a dos jóvenes adonis blanquinegros, era alcanzar nuestra bella vejez inalcanzable. Con poco hilo y mucha tela creyó descubrir el éxtasis. Y los que hemos llegado sin disfraces nos meamos de risa tanto por su logro como por nuestra natural incontinencia. Y nos desangramos de llanto por la inalcanzable juventud perdida.
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