Cumplir períodos aporta bajas, no necesariamente definitivas en el caso de que hayan ocupado con fuerza corazones que sigan latiendo. Las ausencias valiosas se acumulan en un sitio invisible tan real como la cartografía de la emoción. Carecen de corporeidad pero su ausencia pesa más que todo el cemento circundante. Nunca terminan de irse, si alguna vez te acompañaron. La lejanía aporta el mismo deje, si alguna vez se sintió la cercanía. Entre vivos y muertos hay un empate singular, sobre todo en la escasez de quienes consiguen ser añorados.
A falta de la excelencia nos conformamos con la mediocridad, quizá por no caer en la locura.
Los invisibles siempre están ahí, ofreciéndose con generosidad, para todo aquel que mire más allá de su oscuro ombligo, agujero negro de todas las soledades.
Aspirar a la invisibilidad es un reto restringido al club de los vientres lisos, especímenes tan raros como generosos, capaces de convertir sus hoyos de egoísmo en luminosa entrega desatada.
No se ven fácilmente, pero están aquí.
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