Despertar es doloroso pero necesario. Hay quienes lo hacen con prontitud. Otros se adornan en la rémora. Y hay quienes no saben despertar, ni quieren. A estos últimos la realidad los arrollará convirtiendo sus sueños en pesadillas incomprensibles. Desprecian todas las alarmas como si no fueran para ellos y siguen durmiendo en sábanas de fantasía mortal. Entre tanto el mundo gira a sus espaldas sin sentir su falta. Caer en la pesadumbre es el primer paso hacia la sabiduría. El aprendizaje más fructífero es desaprender lo aprendido. Ilusionarse con lo fútil que es la eternidad. Comprender que todo no es nada. Y aun así ambicionar no perder el deseo. La perfección existe en la idea, no en la carne destinada a pudrirse. Despertar es saber que pertenecemos a un tránsito exiguo y ridículo pero, en ese leve lapso de conciencia está lo bello y lo trascendente.
Despertar es recibir una patada voladora en el cielo del paladar que nos deja sin dientes de leche y nos desparrama por el infierno como muñecos rotos. De nada sirve quejarse. Mejor es dejarse llevar y celebrar la pérdida con un largo trago de anís y pastas. Nos aferramos a sueños inútiles una vez que pasaron sin haber disfrutado su efímera esencia. Lo importante se esfuma mientras nos afanamos en laberintos artificiales.
Despertar es saber que se ha soñado y, escapar a tiempo de la tontería que supone perder ese mismo tiempo con afectadas lamentaciones, también.
Dormir para siempre es demasiado tiempo.
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