Sentir el profundo dolor que produce un amor malogrado es una enfermedad que termina curando, más por lo que se aprende que por lo que se sufre. La mejor estadística y con buen tiempo escupe fracasos en la mayoría de relaciones, dejando al éxito a la altura de la imposibilidad, a la categoría de excepción, a meras ilusiones inalcanzables para la mayoría de los mortales. Para llegar a esas raras imperfecciones hay que haber pasado por la inocente pérdida de la pureza. Hay que haber sentido el más duro de los abandonos. Sentir que mereces soledad y castigo. Que no queda nadie tras de ti. Cualquiera, en cualquier momento, ha deseado morir. Unos de pena, otros de rabia. Y los que no sufren ni padecen, pasan sin pena ni gloria. Hay bares de suelo con serrín para absorber hemorragias de sangre y llanto, allí donde las copas terminan tan vacías y tan rotas como los labios que en ellas se depositan. Hay que salir de esos lugares cuando a la noche no le queda ni el nombre, cuando puedes dejar allí con indiferencia los restos completos de un corazón asqueado de escupir febril desconsuelo. Alguna vez todos allí nos hemos visto. De vista, al menos. Y si conseguimos llegar a casa, tras un descalabro tan lamentable, habremos pasado página. Y entonces podremos amar y ser amados sin falsas expectativas, llenos de cardenales, pero de alguna forma nuevamente puros y alegres. Y de nuevo, hasta la verdad más cruel y abrumadora tiene sus imperfecciones. Hay labios que apuran el licor de la felicidad sin haber roto ni copas ni corazones. Sin haber tenido que dejar para ello sus huellas en serrín alguno.
Ni falta que les hace.