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viernes, 16 de noviembre de 2018

UNA REVELACIÓN SIN EFECTO


La otra noche desperté con una suavidad inusitada y me acompañó todo el día una alegre sonrisa que solo yo podía ver. Desarrollaba cualquier cotidiana actividad deslizándome, pisando tierra y cemento como si fueran frescas gominolas de colores, como si la gravedad hubiera perdido parte de su nombre y poder. Me sentía extrañamente purificado, ungido de gracia. Parecía que mi mente, por su cuenta, hubiera clausurado la parcela donde se ubica el cinismo, el hastío y la desilusión. Me sentía nuevamente inquieto, curioso y libre como un niño. Insaciable ante el juego. Invulnerable ante el dolor. Incomprensible ante el tiempo. Y a lo largo del día no pasó nada especial fuera de mí. Hice el mismo tipo de cosas que suelo hacer. Sin más.
Al llegar la noche caí rendido de tanto ejercer de niño. Y antes de entregar la vigilia al sueño, recordé el del día anterior. Estaba en una montaña sin laderas, mirando al cielo nocturno, notando como resbalaba por la comisura de mis labios el hilillo de saliva de esos que confirman un descanso rotundo y feliz. Así se le conoce al sentir con gusto desaparecer. Y cuando casi metadormía, una luz creciente venida de las estrellas me cegó y me dijo sin hablar que no fuera tonto, que tener vida vale la pena y que no la malgastara con estupideces de adulto, tras lo cual se fue apagando hasta que ocurrió lo narrado al principio.

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