Aun cuando no parece que se haga nada, puede hacerse todo.
Es viernes por la tarde. Llueve ligeramente. Mi nariz está pegada al cristal humedecido y la respiración es perezosa, incapaz de forzar un vaho, de mostrar interés, de ser apenas vital.
Nada de lo que había que hacerse se ha hecho y no parece importarme. Afuera el mundo estalla impregnado de necesaria actividad y no me importa.
Mi cerebro está detenido bajo el peso de una inmensa apatía. Anestesiado por continuas olas de contemplación cerceno el yugo de la responsabilidad y resbalo dulcemente por el tobogán del deshielo.
Borrar ocasionalmente las cargas viene bien para seguir soportándolas.
En la calle circula gente que nunca se ha detenido y su dirección hacia el barranco es inevitable. La veo caer gesticulando e imagino que saludan alegremente. Quizá me pasa porque no recuerdo otra posición que la que ocupo en el vacío y al no hacer nada parezco suspendido.
Aun cuando el empuje leñoso de mi árbol cortado me lleve al suelo, no podrá desvalijar mi ilusión de seguir manteniéndome enhiesto por no haber hecho nada para evitarlo.