Aun cuando no parece que se haga nada, puede hacerse todo.
Es viernes por la tarde. Llueve ligeramente. Mi nariz está pegada al cristal humedecido y la respiración es perezosa, incapaz de forzar un vaho, de mostrar interés, de ser apenas vital.
Nada de lo que había que hacerse se ha hecho y no parece importarme. Afuera el mundo estalla impregnado de necesaria actividad y no me importa.
Mi cerebro está detenido bajo el peso de una inmensa apatía. Anestesiado por continuas olas de contemplación cerceno el yugo de la responsabilidad y resbalo dulcemente por el tobogán del deshielo.
Borrar ocasionalmente las cargas viene bien para seguir soportándolas.
En la calle circula gente que nunca se ha detenido y su dirección hacia el barranco es inevitable. La veo caer gesticulando e imagino que saludan alegremente. Quizá me pasa porque no recuerdo otra posición que la que ocupo en el vacío y al no hacer nada parezco suspendido.
Aun cuando el empuje leñoso de mi árbol cortado me lleve al suelo, no podrá desvalijar mi ilusión de seguir manteniéndome enhiesto por no haber hecho nada para evitarlo.
Yo lo veo como un estado para evitar el ataque de ansiedad de la vida cotidiana. Es difícil conseguir ese estado, pero apoyarte en una superficie transparente para ver la vida ajena pasar dejando la mente en blanco te hace recuperar las fuerzas para seguir adelante... Llevo una eternidad sin leer tus post pero me pienso poner al día hoy mismo... ya que a veces no puedes quedar físicamente tanto como querrías y te apoyas en un cristal que te aparta de tus seres queridos, pensando que aunque no estás en el momento que quieres, sabes que estás siempre presente.
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