Sabía que las manos mojadas no deben jugar con cables pelados. Que el corazón humedecido no tiene que exponerse a un amor eléctrico. Que la sensatez no puede mezclarse con chispazos de locura. Y que si hacía lo anteriormente descrito le llevaría directamente al infierno.
Era un martes de enero normal y corriente, como todos suelen ser. Ahí se escondía la liebre, agazapada por entre matorrales de cotidianidad.
Fue a por cerveza al supermercado y salió con leche desnatada. Quería escapar y quedó atrapado.
La chica se llamaba Alba, y fue su eclipse. Su equilibrio se desmoronó. Con lo que le había costado conseguirlo. La experiencia acumulada no le sirvió ni para dudar.
Derechito al infierno del presidio. Sin juicio preventivo, sin anestesia, sin lucha.
Alba le aplicó un voltaje brutal, fundiendo sus plomos, dejando su carne tostada y humeante como chuletas de cordero a la parrilla.
De camino al infierno metió sus manos en el mar, su corazón en el enchufe y la mesura en una tormenta de relámpagos.
Entre sus manos y su corazón, al amanecer lo ejecutaron.
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