Cada primero de noviembre subíamos la última cuesta tras la cual asomaba el cementerio acompañados de un frío pelón que coloreaba los mofletes. En las manos llevábamos paños y flores para limpiar y decorar las tumbas. El circuito se ampliaba con el tiempo. También nos permitíamos curiosear por ajenas biografías, imaginando cómo fueron, inspirándonos en una foto, en un nombre.
En esas fechas los camposantos son para reunirse y celebrar el paso por la vida de quienes la agotaron. No todo lo cercano a la tragedia lo es. De hecho las tragedias solo pertenecen a los vivos. Todo muerto deja sus pasiones a un lado. La tierra y la losa apacigua al más pintado.
La calma de la necrópolis nos contagiaba de tal forma que salíamos de allí dejando sin efecto las inquietudes mundanas, al sentir la certeza de que todos volveríamos tarde o temprano. Aunque, a día de hoy, las encuestas confirman que todo quisqui de corazón en activo opta por ser visitante antes que residente. Pero volviendo a la poética de lo trágico, el temblor con origen en lo impresionables que éramos y no en el frío otoñal, venía de los nichos más recientes escritos a tiza, caligrafía tan provisional como la carne allí albergada. Cuando fuimos ni personas adultas ni niños, el pensar en la muerte nos proporcionaba un extraño alivio entre tanta energía sin control, fogosidad, drama e incertidumbre. Por ello la última cuesta, antes de vislumbrar el cementerio, dulcificaba nuestro carácter, relativizando cualquier tragedia, empequeñeciendo el dolor insoportable que conlleva vivir y agigantando el placer que también atesora. Por ello, subir la última cuesta cada primero de noviembre suponía celebrar que, hasta la más abyectas acciones humanas tuvieron, tienen y tendrán sus días contados.